"PRIMER DÍA DE CLASES Año 1923"
Por don Martín Alonqueo Piutrin
Como dato ilustrativo de lo expresado anteriormente, narraré un caso que me sucedió allá por los años 1923, al ingresar por primera vez a una escuela fiscal, ubicada en el lugar llamado "Trompulo Chico" cuyo nombre es Escuela Santa Catalina Nº 44.
En ese tiempo aún no hablaba el castellano, sólo balbuceaba alguna palabras castellanas groseras que oía a los blancos (aún hoy en día no lo domino, porque soy extranjero frente a este idioma).
Llegué tarde a matricularme porque recién venía llegando de la cordillera, en el lugar llamado Weyerrëpë, a la ribera sur del río Allipén, a la altura del volcán Llaima y de Melipeuco. Después de tanto ruego de mi abuelita, me recibieron. Mi abuelita me matriculó y me dejó en la escuela bien recomendado a la chiñurra (es la pronunciación mapuche a la palabra “señora”).
“-este hico mío, coidalo y enseñalo mucho, chiñurra”.
Me quedé en la escuela, se vino mi abuelita, yo quedé contentísimo en el patio de la escuela y luego no más pasaron a molestarme y reírse de las expresiones de mi abuelita y hacían burlas de mí.
Yo, sin reaccionar, me situé en un rincón: parado, cabizbajo y mudo, observando solo los juegos y oyendo las canciones de ronda que entonaban las niñas mientras un grupo de amigos y conocidos me rodeaban a conversar conmigo.
Tocó la campana y entramos a clase con los amigos mapuches, conversando en nuestro idioma. En esta hora, la profesora me entregó un lápiz, un libro del Silabario “Matte”, una pizarra y un lápiz de leche o de tiza para escribir en la pizarra. Con este regalo, me sentí más feliz y contento e incorporado de lleno a la escuela.
Al recreo siguiente, ya me encontré con más amigos y vecinos con quienes me puse a conversar en mapuche. No fue más; me acusaron donde la señorita profesora; pues, desconocía el reglamento de no hablar el mapuche, solamente el castellano. Después de este primer, accidente, volvía juntarme con los amigos y seguimos conversando en mapuche –pero en voz baja- y me preguntaron dónde había estado que no me habían visto por tanto tiempo.
Entonces les conté que había estado en Weyerrüpë durante más de tres años y sólo hacía como una semana que había llegado y hoy día mi abuelita me había traído a la escuela; en ese momento, saqué mi bolsita llena de piñones y les convidé a todos mis amigos que en ese instante me rodeaban (más o menos 1 kilo).
Al toque de la campana, entramos nuevamente a clase. Yo escuchaba con mucha atención lo que la señorita profesora enseñaba; pero no le entendía nada. Tocó nuevamente la campana para salir. Eran las 12 horas.
Muchos se fueron a su casa a almorzar. Uno de mis amigos y parientes me había invitado a su casa. No le acepté y le dí las gracias, regalándoles como la mitad de la bolsa de piñones, porque no tenía permiso de mi abuelita. En seguida me junté con el otro grupo de mis amigos quienes ostentaban, en su respectiva mano, un tronchón de tortillas.
Yo no tenía tortilla ni harina, pero sí tenía piñones. Empezamos a conversar y aproveché de repartir piñones entre ellos, y ellos a su vez, me convidaron tortilla.
Hasta ese momento todo iba muy bien; pero no faltó quien le “echara pelo a la leche”; en ese momento llegó un niño blanco a nuestro grupo, dirigiéndose a mí me habló; pero yo no le pude contestar porque no le entendí lo que me había dicho.
Como no le contesté, empezó a reírse y comentar que yo era un “indio caballo, indio come carne de caballo y come yuyo”; estas son las expresiones comunes que se oyen a diario, cuando se refiere a los mapuche.
Los del grupo me dijeron las expresiones que había vertido sobre mi persona. Entonces sentí, en ese instante un remezón de rabia, y me fui encima, profiriendo esta frase:
- “wingka trewa, qué hacer vo, ya”.
Sin más, se armó la rosca y nos fuimos a las manos; a combo limpio nos batimos, en medio de una gran barra. En eso estábamos cuando dijeron: “la profesora, la profesora…, la profesora viene”. Yo, ensoberbecido, le seguí tostando sin miedo a nadie, pero mi contendor se puso a llorar ante la presencia de la profesora.
La profesora nos llamó y nos llevaron a la sala, ambos sangrando de las narices. Allí nuestra profesora nos interrogó.
Yo contesté como pude:
- “este wingka retar, chiñora”.
Sólo esta frase pude pronunciar y en seguida me quedé callado.
Después le tocó a mi contendor; él se defendió muy bien, echándome toda la culpa a mí. Salí culpable. Los castigos de varillazos recayeron en mí; los recibí resignadamente por no saber hablar y exponer mi defensa; pero no estaba tan resignado, porque en mi interior bullía un grito de venganza que había de cumplir de alguna forma; ansiaba la pronta terminación de las clases, me mordía los dientes y los hacía rechinar; la hora se me hacía larga, no puse atención a las clases de la profesora y estaba enojado con ella porque me había castigado a mí no más y sólo pensaba vengarme por el camino con mi amigo llorón y regalón de la profesora, decía en mi interior.
Ya llegó la hora de la salida y tocó la campana para irse. Yo más feliz que nadie; les comuniqué a mis amigos que en el camino me lo iba a arreglar y me sentía capaz de darle una zumba; “no les tuve miedo a los pumas en la cordillera, voy a tenerle miedo a este, no, mis amigos”. Uno de ellos me advirtió que la profesora me iba a castigar. No importa, le dije, ya le probé la mano y no pega fuerte.
Así fue, en el camino, detrás de un bosquecillo, arreglamos la cuenta; nos hacían barra los compañeros; los dos, nos sangramos por las narices y en medio del fragor de la pelea, luchamos cuerpo a cuerpo; en uno de los forcejeos, lo di vuelta y caímos a suelo abrazaditos; yo caí encima de él; ahí aproveché de darle unos cabezazos. Aquí le salió gritos y llantos y los grandes corrieron a separarnos. De esta forma pusimos término a nuestra pelea.
Este fue el primer día de clase; nada menos que con dos peleas y una paliza de la profesora, donde conocí la mano cariñosa de una profesora.
Al día siguiente fue lo bueno; fui acusado por la hermanita menor de mi contendor. Nuevamente pasé al tribunal de justicia. La profesora oyó la acusación y nos llamó que pasáramos adelante para responder las acusaciones de que era objeto. Pasamos los dos adelante.
La profesora se dirigió primeramente a mí y me hizo varias preguntas; pero yo no contesté ninguna; me quedé callado, cabizbajo, pues no entendía lo que decía la profesora y no podía expresarme en castellano y no hablaba por miedo de provocar las risas e irrisión de mis compañeros, porque la expresión mal dicha provocaba y causaba las risas generales de mis compañeros; para evitar ese teatro me quedé callado aunque con muy mala consecuencia; había que ponerse duro de cuero para los castigos, porque para mí, los castigos eran menos duros que la irrisión de mis compañeros.
Mi contendor se defendió; yo perdí el pleito nuevamente sin hablar, ni chistar y salí culpable y el veredicto de las varillas, lo recibí sin apelación.
Cuando recibí los primeros varillazos, parece que me hubiera tirado encima de ella para quitársela y darle fuerte con ella misma. De pura rabia grité llorando en forma desesperada para disimular mi ira:
-“weza chiñurra, no pegar, culpa no tener yo”.
De esta forma inicié el segundo día de clase y el año escolar. Después peleamos varias veces más con mi contendor, porque los grandes nos hacían pelear siempre, pero sin acusarnos. Pelea de hombres. El día que no peleaba, lo tenía por día perdido durante el tiempo que estuve en la escuela; pero no terminé el año escolar ese año, duré hasta agosto.
Al año siguiente, volví nuevamente a la escuela. Ese año lo pasé mejor y terminé el año escolar cursando el primer año y quedé promovido al segundo, porque cuando llegué al “ratón agudo” empecé a leer por mi cuenta, es decir, empecé a leer sin letreo ni memorización de las lecciones como lo hacía anteriormente.
En este aprendizaje cooperó mucho un viejito cautivo llamado Alejo que me enseñaba las lecciones en pleno campo cuidando los chanchos y las ovejas, cuando los días sábado y domingo juntaba mis chanchos y ovejas con los de él para que me enseñara a leer y no jugaba a la chueca ni reunía a mis compañeros de chueca hasta que aprendí a leer por mi cuenta”.
(Publicado en 1985)
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Currículum escolar chileno impuesto al pueblo mapuche:
"UNA CLASE DE HISTORIA, año 1924" - Por Martín Alonqueo Piutrin
Gracias a Ignacio Kallfükura
Currículum escolar chileno impuesto al pueblo mapuche:
"UNA CLASE DE HISTORIA, año 1924" - Por Martín Alonqueo Piutrin
Al matricularme, en ese segundo año escolar, llevaba muy buenos propósitos. Comencé muy bien el año escolar y fui uno de los primeros en matricularme. Trataba de no pelear porque mi abuelita me aconsejó que no peleara más, porque al año siguiente me colocaría internado en la Escuela Misional de Padre Las Casas.
En consecuencia, consciente de satisfacer los deseos de mi abuelita y la aspiración mía, trataba de evitar y rehuir de la pelea; pero nunca faltan motivos para deshacer los mejores propósitos; así incidía nuevamente en las mismas faltas.
He aquí un caso de rosca muy pintoresco y de significado especial que se inició en la sala de clase y se continuó en el recreo, en el patio de la escuela, a raíz de una clase de historia que hizo la señorita profesora.
No pude darme cuenta cabalmente del tema de historia que leía la profesora; debió ser sobre las costumbres de los mapuches, porque cuando estaba leyendo el trozo de la lección del libro de Historia de Vergara que tiene la tapa con una bandera chilena, provocó una risa general del alumnado y el compañero Sergio levantó la voz, diciendo “como Martín”. Todos me miraron y se rieron nuevamente. Yo miraba y me puse rojo de rabia y me mordí los dientes de odio al bribón. Muy luego tocó la campana para salir al recreo. Todos salimos al patio.
Una vez en el patio, a uno de los amigos y pariente que estaba en el 4º año, le pregunté ¿Qué había leído la profesora para que se rieran los compañeros y Sergio me nombró a mí?
Sí. La profesora leyó en el libro y dijo que los indios dormían sobre un montón de paja y hojas de árboles y que por cabecera usaban troncos de árboles; por eso Sergio dijo que tú también dormías en esa forma.
Mientras yo conversaba con mi amigo, Sergio venía y me decía:
- ¡Indio, indio, indio bruto! Que duermes en un montón de paja y tu cabecera es un tronco, por eso tienes tu cabeza dura como un palo.
Repetía una y otra vez hasta la saciedad.
Hasta que mi amigo me dijo que le hiciera la cruza. Cuando vino nuevamente a molestarme, no aguanté más, inmediatamente me saqué mi poncho y se lo pasé a mi amigo y lo seguí hasta alcanzarlo. Allí mismo nos pusimos a luchar cuerpo a cuerpo; me hizo una zancadilla y anduvimos por el suelo y rápidamente nos levantamos; aquí le noté que no tenía mucha fuerza; en un descuido, me afirmé bien y lo tumbé dándole un feroz porrazo y en seguida, un cabezazo y un par de puntapiés.
Ahí quedó llorando, sin dar señales de acusarme ante la profesora; pero su hermanita Adela corrió a denunciarme ante la profesora que el indio Alonqueo le había castigado a su hermanito que está allí llorando en el suelo.
La señorita profesora salió de la sala y pilló a Sergio en el suelo llorando desconsoladamente todavía. Inmediatamente me llamó, cuando me estaba colocando mi poncho; no había querido ir, me había entrado la indiada de taimarme, pero al fin fui, porque sabía ya, de antemano, que los varillazos iban a sonar muy fuertes sobre mi cabeza y cuerpo.
Esta vez tampoco pude defenderme. Los castigos fueron duros y fuertes, con mucha energía de la señorita; recibí doble castigo, retrasando mi salida y me dejó encerrado dentro de la sala, de rodillas sobre un montón de arvejas. Así quedé, solito y ella despidió al alumnado y en seguida pasó a tomar once.
Aquí aproveché nuevamente una oportunidad para cumplir una venganza que venía a satisfacer ampliamente mi espíritu y amortiguaba mis dolores.
La profesora había dejado el texto de historia en el pupitre, el libro que había motivado mis castigos. Para satisfacer mi venganza lo que hice fue: tomar el libro y me lo coloqué debajo de mi camisa, asegurándolo con la faja. Esperé de pie la aparición de la profesora. Cuando sentí que venía me arrodillé nuevamente.
Apareció y me dijo: ¡Ándate! Yo me levanté inmediatamente y salí corriendo con el bolsón y la pizarra en mano, sin mirar atrás hasta que llegué al portón que está antes del puente.
Con toda tranquilidad crucé el portón y llegué al puente “Momberg” sobre el río Quepe. Aquí me senté sobre un poste de 10x10 y me puse a despedazar el libro, hoja por hoja, haciéndola miguillos, y de esta forma los tiraba al río con una rabia única de odio con el libro y con la profesora que me había castigado injustamente por causa de este libro, que ni había oído mis quejas por no haber sabido defenderme por falta de conocimiento del idioma castellano que recién balbuceaba malamente, que provocaba risas y burlas.
Con este acto de venganza, creí haber cumplido con mi deber y quedé satisfecho mi espíritu herido por la injusticia e incomprensión de la profesora y más me conformé, pensado que la profesora ya no leería más estas clases de lecciones odiosas que provocaban burlas y peleas.
Terminado este acto, partí a mi casa, corriendo, aunque iba bastante atrasado, iba feliz y contento con olvido de mis dolores. Mi abuelita estaba tranquila por la llegada tardía y me esperaba, ese día, con una cazuela.
Tan pronto como llegué, me sirvió inmediatamente la cazuela. Durante la comida le manifesté y le conté lo que me había sucedido en la escuela y le manifesté también mi intención de no ir y concurrir a la escuela.
Entonces se enojó sobre lo último que le manifesté y me dijo que no.
Tienes que ir al colegio pase lo que te pase; debes estudiar con más energía para que no seas menos que otros y aprendas a defenderte mejor y les ganes a esos que se ríen de ti. Debes estudiar para que seas hombre y no como los demás.
En seguida me mandó a rodear las ovejas y los chanchos y encerrarlos al corral; entonces ella salió, a averiguar qué era lo que me había sucedido en la escuela, donde el compañero Andrés, alumno compañero mucho mayor que yo, el cual estaba en el tercer año; allí averiguó y le rogó que me cuidara y me defendiera de los que me pegaban.
El compañero Andrés le manifestó lo siguiente: que yo sabía defenderme muy bien, porque los compañeros “le molestaban mucho por eso siempre peleaba, defendiéndose con sus puños; pero no puede defenderse ante la profesora por no saber hablar el castellano y se calla ante las preguntas de la profesora, creyendo ella que se taima porque le da duro. Es juguetón y peleador y se junta con los del otro lado y no se juntan con nosotros y los compañeros del otro lado lo echan a pelear durante el recreo del mediodía”.
De vuelta, me pilló en la casa con las ovejas y chanchos encerrados y haciendo mis tareas a la orilla del fogón que me alumbraba. Ella se alegró mucho al ver que estaban ya encerrados y guardados; se dirigió a la casa de mi tía Petrona que estaba a 15 metros de la casa nuestra. Yo seguí haciendo mis tareas. Ella volvió y sentó la tetera en el fogón para tomar mate.
Al término de mis tareas, me levanté y guardé mis útiles en el bolsón, mientras mi viejita preparaba la mesa y los ingredientes del mate; después me invitó a tomar asiento junto a ella; me senté donde me indicó el lugar y en ese momento llega con la tortilla y con una fuente con carne cocida y me dijo: “tomemos mate”.
Ella se sentó y empezó a cebar el mate. Empezó la tomatera de mates. Íbamos mate a mate y sirviéndonos lo que había en la mesa. Durante esta mateadura, mi abuelita empezó a averiguar y a interrogarme sobre mi conducta en la escuela y cómo me portaba, porque Andrés le había contado muchas cosas y lo más grave fue que yo era muy peleador y juguetón.
-¿Quiénes te hacen pelear?
Le contesté que nadie me hacía pelear.
-Mi primo Manuel y el otro pariente Segundo me aconsejan que no me deje atropellar por nadie y ellos me defienden cuando me veo muy urgido por los demás y ante la profesora. Abuelita, le dijo Andrés, que es un pavo que no se mueve ni juega con nadie; cuando yo esté en el libro tercero como él, voy a ser mucho más que él; lo que a mí me falta, abuelita, es hablar el castellano. Peleo, abuelita, porque es mi orgullo de hombre que nadie me atropelle.
Después que le manifesté esto, mi abuelita se puso a llorar y a recordar de su padre y me dijo que “así era tu abuelito” y con lágrimas en los ojos, me siguió diciendo que estudiara harto y mucho para fuera hombre y “no te atropelle nadie, como dices, y sea bueno y no peleador ni atrevido”.
Me siguió aconsejando hasta la saciedad.
Al día siguiente, se levantó muy de alba e hizo un korrü con huevo y me sirvió con muño de harina. Este era mi desayuno y almuerzo del día; al terminar mi desayuno, me entregó una bolsita de harina con dos terrones de azúcar y un pedazo de pan que tenía reservado para mí.
Partí a la escuela y llegué sin novedad y pasé a buscar al compañero Toyo y a la compañera Filomena y fuimos los tres primeros en llegar. Iniciamos las clases como de costumbre; no hay rocha ni novedad en la escuela durante toda la mañana.
Reiniciamos las clases en la tarde; en la segunda hora de la tarde, la profesora echó de menos su texto de Historia. Lo buscó por todas partes, preguntó a los alumnos. Nadie responde. Respuesta: un profundo silencio.
La profesora regañó e impuso un castigo general a todos los alumnos.
También se realizó el “clásico trajineo”.
No se halló y se perdió para siempre el libro.
Las corrientes de aguas del río Quepe se lo habían llevado para siempre.
...
Fin
EPÍLOGO
Pongo fin aquí a mi anecdotario como una expresión de ejemplo como en la escuela ha servido como templo de destrucción de la personalidad del mapuche.
Con este tratamiento discriminatorio que suelen hacer ciertos profesores entre alumnos mapuche y blancos que, en vez de construir, levantar y aquilatar la personalidad de sus alumnos mapuches, hacen todo lo contrario, produciendo un desequilibrio de complejidad por desconocimiento de la psicología y del lenguaje mapuche.
Con esta actitud negativa y contraproducente, muchos de sus alumnos mapuches llegaron al convencimiento de sentirse inferiores y llegaron a odiarse a sí mismos e incluso no quisieron hablar más su propio idioma y a sus hijos les enseñaron a hablar solamente el idioma castellano en desmedro de su propio idioma”.
Martín Alonqueo Piutrin.
(1909 - 1982)
Gracias a Ignacio Kallfükura
por la difusión
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